Esta pequeña obra de Lolo no es un artículo ni un comentario de algo que ha pasado, aunque sea lejano. Se trata de un cuento y eso, conociendo a Lolo, son palabras mayores.
En estas letras puede entreverse la voluntad de una muchacha de seguir un camino, el camino, de su vida, por un sendero que no tiene que ver con las cosas que el mundo puede ofrecerle. Sencillamente, en la serenidad de su comportamiento hay mucho de espiritual.
Por muchas tentaciones que puedan ponerse ante los ojos sabe muy bien María Paz, según es su ser sereno, sólo puede seguir la vocación de la sencillez y, según entendemos nosotros, de la vida que pudiera ser religiosa. Por eso evita algunas tentaciones que se le plantean.
Publicado en la revista Signo, el 24 de marzo de 1951
Cuento
Cerró el libro y fijó sus ojos en la clara oquedad de la ventana; aquellos ojos dulces de María Paz, que vivían en un tranquilo lago de ideales remansados y que, como decía su tío Antonio, que tenía algo de poeta, «eran un cielo tranquilo y azul, en el que titilaba la paz seráfica de su alma”. Porque la vida joven de María Paz se había deslizado siempre en un sereno equilibrio, que no había sido quebrado ni aún en la hora cenital de su adolescencia. Y no es que ella hubiese sido insensible a los atractivos que, a sus dieciocho años floridos, le brindara el lado rosa de la juventud, sino que en el fondo de su corazón sentía como una íntima caricia al deslizar sus afectos sobre la paz en calma de las cosas. Amaba la tierna quietud de los prados dormidos, el vuelo de seda de los pájaros, el tranquilo discurrir de los arroyos y, sobre ellos, la suma belleza de la virtud. Desechaba, en cambio, con una innata aversión, el lado estridente de unas circunstancias que en sí encerraban un caudal de ilusiones torcidas, y por ello, cuando un hecho trataba de romper la placidez de su equilibrio, el instinto vital de María Paz volvía siempre por su serenidad. Parecía como si todo el sentimiento del «Poverello» le hubiese anidado en los hondones del alma.
Sin embargo, una desazón extraña la acuciaba con insistencia aquella mañana espléndida del mes de mayo. Una serie de triviales sucesos encadenados estaban ocurriéndole con una rapidez inusitada. Habían dado comienzo, al salir de misa, en la llama de un chispazo fortuito. Recordaba que en aquel instante la brisa leve le iba cantando alegrías frescas en el corazón y que todo su ser palpitaba henchido por el don gracioso de aquel cotidiano vivir. Nunca con más claridad había sentido la certeza de su vocación y destino; Dios la llamaba al servicio sencillo, del que las cosas no eran sino un pálido reflejo. De repente –brusca- al torcer de una esquina había surgido ante ella la figura de un mozalbete que con los ojos relampagueantes por un perverso instinto tiraba de un hilo cuyo otro extremo estaba atado a la pata de un gorrión en desesperado revoloteo por desasirse del lazo tan cruelmente tejido; el tiranuelo se regocijaba en la tremenda impotencia del animal, mientras el corazón de María Paz se vio súbitamente envuelto por un dogal de ternura.
-¡Suéltalo! -dijo incontenible- ¿Qué te hizo el pobre animal?
-¡Es mío! ¡No quiero dejarlo! -respondió el muchacho.
Comprendió que por aquel camino nada podría conseguir, y cambió de táctica:
-¿Cuánto quieres por él?
El muchacho se detuvo; la crueldad daba paso a la codicia.
-Una peseta –contestó.
Y a los pocos minutos el piar del pájaro sobre el corazón de María Paz parecía que devanaba el copo del agradecimiento.
***
En casa le aguardaba una nueva emoción en la carta de su amiga Pilar. Dejó el pájaro que, saltando por el suelo de la habitación, empezó a dar muestras de alegría, y se enfrascó en la lectura de las letras de Pilar, que desde una ciudad andaluza le pintaba con vivos colores sus andanzas por la tierra nativa. Bullía en la carta el espíritu inquieto de la antigua colegiala; aquel espíritu que en los días de convivencia escolar tantos ratos de regocijo les había proporcionado y por lo que la recordaba con tanta añoranza. Sus frases estaban salpicadas de ingeniosos dichos y al final de la carta la invitaba con insistencia a las próximas fiestas, que prometían ser divertidas en extremo. “Mis padres verían tu venida con sumo gusto; además, tú sabes que ellos no se meten en nuestras cosas”.
Su primer impulso fue el de un sí que la colmó de alegría. Más de una vez había acariciado en su intimidad el deseo de saborear en su prístina belleza aquel pintoresquismo provinciano, del que su amiga era el más vivo ejemplo. Y, sin embargo, había un no sé qué extraño en los últimos renglones de la carta que velaron su alegría; aquella frase: «Tú sabes que ellos no se meten en nuestras cosas», le traía algo que asociaba al recuerdo de los padres de su compañera; el estupendo fondo de Pilar lo había visto ella peligrar en más de una vacación, por la ligereza ambiente de unos padres que todo lo fiaban en las manos de los educadores. Entonces pensó que aquel deseo tal vez podía encerrar algún obstáculo a su vocación, e inclinó la vista para, releer la invitación de Pilar. En su abstracción le pareció oír vagamente la voz juguetona de su hermano, que correteaba por el jardín, y el picoteo del pájaro sobre el alféizar de la ventana. Buscó el escrito, y sus ojos se enredaron con estas palabras finales de la página: «El vuelo de la juventud…»
Se detuvo perpleja. La juventud era entonces como un pájaro que llevara dentro de sí, como un instinto vital, la imperativa necesidad de volar hacia horizontes ilimitados. Sí, era verdad; hacía tiempo que se lo venía a ella cantando la espiga de infinito que día a día le estaba germinando en el trigal de sus sueños; un sentimiento inexplicable que la urgía a no desentonar en el aleteo radiante de las obras creadas y a saborear las mieles de toda belleza en su más puro y sublime sentido.
Un grito y un como vagido bruscamente contenido la sacaron con dureza de sus pensamientos. Corrió a la ventana impulsada por un nefasto presentimiento y pudo contemplar sobre el verdeante césped del jardín, la figura del infeliz pajarillo, que en sus deseos desesperados de libertad había encontrado la muerte entre los pies juguetones de su hermano.
***
Cuando transcurrió un buen rato trató de hallar en la lectura un consuelo a su tristeza. Abrió el libro por la señal que indicaba el sobre azulado de Pilar y empezó a leer: “El vuelo de la juventud es como el primero del ave que con sus alas puede llevar a la vida o a la muerte”. El pájaro…, la vida…, la muerte…
Fue como un dardo de luz que disipó en un instante la noche oscura de su alma. Aquella frase le estaba repicando en el corazón con la firmeza de un proverbio salomónico; era el equilibrio vacilante que volvía por sus fueros en entredicho.
Desde el jardín irrumpió arrollador el mensaje inefable de la primavera y los ojos de María Paz, radiantes más que nunca por el gozo de la dicha, se perdieron en la infinita grandeza de lo azul; de aquel cielo azul al que se aferraban en un decidido propósito de jamás volver a desprenderse.
Su mano derecha dejó caer, indolente, la carta de Pilar…