A lo largo de nuestra vida se producen momentos en los que el dolor parece adueñarse de lo que somos. Incluso podemos sufrir por aquello que le pasa a nuestro prójimo cuando, por ejemplo, tenemos conocimiento de que un ser humano de muy corta edad, quizá meses, está luchando por su vida en la cama de un hospital porque una grave enfermedad le aqueja.
El
dolor no es poco lo que condiciona nuestra existencia e, incluso digo, cuando
se trata de uno que pueda parecer ajeno pero que por ser hijos de Dios y, por
tanto, hermanos, no deja de afectarnos, no es deberíamos descartarlo nunca como
compañero de viaje.
Hay
muchas personas que, no siendo especialmente religiosas no acaban de entender
que del dolor también se puede obtener buen fruto. A lo mucho que aspiran es a
no sufrir nunca y a mantener la creencia según la cual es mejor no pensar en
algo que, por otra parte, es ineludible.
Cuando
finalizó el Vía Crucis en el Coliseo de Roma en la Semana Santa de 2011, el
emérito Benedicto XVI dijo, entre otras cosas, esto:
“En la aflicción y la dificultad, no
estamos solos; la familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la
sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar
los sacrificios y superar todo obstáculo. Y es a este amor de Cristo al que
debemos acudir cuando las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con
herir la unidad de nuestra vida y de la familia. El misterio de la pasión,
muerte y resurrección de Cristo alienta a seguir adelante con esperanza: la
estación del dolor y de la prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él,
encierra ya la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la
pascua de cada hombre que cree en su Palabra.”
En
efecto, no estamos solos porque hay muchas personas que pueden sostenernos en
el dolor. A través, por ejemplo, de la oración, unos nos ayudamos a otros y con
la misma llamamos al corazón de Dios para que tenga una voluntad que, siendo la
que quiera que sea, lo sea buena y benéfica para quien más necesita de
Misericordia y de Amor. Y en eso esperamos que lo mejor de nosotros salga a la
luz del día. Oramos y rezamos, entonces, por quien necesita nuestro rezo o
nuestra oración. Y le pedimos a Dios por medio de su Hijo Jesucristo y pidiendo
la intercesión de algún santo o santa a quien tengamos especial devoción…
Oración,
oración, oración. Pedir al Padre por quien necesita su sí, su hágase mi
voluntad y que la misma sea la que sea aceptada por quien la busca y la
necesita.
El
dolor, a lo mejor, compartido, puede parecer menos dolor porque sabemos que hay
otras personas que están pidiendo por una necesidad muy especial.
Por
eso, como bien decía el Santo Padre, en la Pasión de Nuestro Señor tenemos la
esperanza que nunca debemos perder y que hace de nosotros unos seres
indestructibles ante lo que destruye, destroza y mata. Por eso, también, es
Cristo quien soporta nuestra pena y quien nos da aquello que, en un momento
determinado, nos pueda faltar de fe o de creencia en Dios.
Nunca
nos falla quien nunca falla y, así, el Creador, a quien nos dirigimos
implorando su clemencia y sus manos buenas, ha de quedarse mirando como aún sin
conocer personalmente a la persona por la que se pide, se hace con la pasión de
quien sabe que Dios es bueno y es justo y que nunca abandona a nadie de su
rebaño.
El
dolor, así, puede ser menos dolor pero, sobre todo, es germen de esperanza que
nunca muere.
Pidamos,
pues, por quien necesite la especial intervención de Dios para remediar un gran
mal y que sea, más que nunca, su voluntad la que prevalezca y si la misma es
que quien sufre deje de hacerle, agradezcamos lo que así sea. Y si es de otra
manera… el Creador, que siempre es providente, sabrá hacer nacer, también, el
agradecimiento.
Eleuterio Fernández Guzmán
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