viernes, 6 de enero de 2023

El dulce equilibrio

Artículo de Manuel Lozano Garrido, Lolo


Esta pequeña obra de Lolo no es un artículo ni un comentario de algo que ha pasado, aunque sea lejano. Se trata de un cuento y eso, conociendo a Lolo, son palabras mayores.

En estas letras puede entreverse la voluntad de una muchacha de seguir un camino, el camino, de su vida, por un sendero que no tiene que ver con las cosas que el mundo puede ofrecerle. Sencillamente, en la serenidad de su comportamiento hay mucho de espiritual.

Por muchas tentaciones que puedan ponerse ante los ojos sabe muy bien María Paz, según es su ser sereno, sólo puede seguir la vocación de la sencillez y, según entendemos nosotros, de la vida que pudiera ser religiosa. Por eso evita algunas tentaciones que se le plantean.

 

 

Publicado en la revista Signo, el 24 de marzo de 1951

 

Cuento

Cerró el libro y fijó sus ojos en la clara oquedad de la ventana; aquellos ojos dulces de María Paz, que vivían en un tranquilo lago de ideales remansados y que, como decía su tío Antonio, que tenía algo de poeta, «eran un cielo tranquilo y azul, en el que titilaba la paz seráfica de su alma”. Porque la vida joven de María Paz se había deslizado siempre en un sereno equilibrio, que no había sido quebrado ni aún en la hora cenital de su adolescencia. Y no es que ella hubiese sido insensible a los atractivos que, a sus dieciocho años floridos, le brindara el lado rosa de la juventud, sino que en el fondo de su corazón sentía como una íntima caricia al deslizar sus afectos sobre la paz en calma de las cosas. Amaba la tierna quietud de los prados dormidos, el vuelo de seda de los pájaros, el tranquilo discurrir de los arroyos y, sobre ellos, la suma belleza de la virtud. Desechaba, en cambio, con una innata aversión, el lado estridente de unas circunstancias que en sí encerraban un caudal de ilusiones torcidas, y por ello, cuando un hecho trataba de romper la placidez de su equilibrio, el instinto vital de María Paz volvía siempre por su serenidad. Parecía como si todo el sentimiento del «Poverello» le hubiese anidado en los hondones del alma.

Sin embargo, una desazón extraña la acuciaba con insistencia aquella mañana espléndida del mes de mayo. Una serie de triviales sucesos encadenados estaban ocurriéndole con una rapidez inusitada. Habían dado comienzo, al salir de misa, en la llama de un chispazo fortuito. Recordaba que en aquel instante la brisa leve le iba cantando alegrías frescas en el corazón y que todo su ser palpitaba henchido por el don gracioso de aquel cotidiano vivir. Nunca con más claridad había sentido la certeza de su vocación y destino; Dios la llamaba al servicio sencillo, del que las cosas no eran sino un pálido reflejo. De repente –brusca- al torcer de una esquina había surgido ante ella la figura de un mozalbete que con los ojos relampagueantes por un perverso instinto tiraba de un hilo cuyo otro extremo estaba atado a la pata de un gorrión en desesperado revoloteo por desasirse del lazo tan cruelmente tejido; el tiranuelo se regocijaba en la tremenda impotencia del animal, mientras el corazón de María Paz se vio súbitamente envuelto por un dogal de ternura.

-¡Suéltalo! -dijo incontenible- ¿Qué te hizo el pobre animal?

-¡Es mío! ¡No quiero dejarlo! -respondió el muchacho.

Comprendió que por aquel camino nada podría conseguir, y cambió de táctica:

-¿Cuánto quieres por él?

El muchacho se detuvo; la crueldad daba paso a la codicia.

-Una peseta –contestó.

Y a los pocos minutos el piar del pájaro sobre el corazón de María Paz parecía que devanaba el copo del agradecimiento.

***

En casa le aguardaba una nueva emoción en la carta de su amiga Pilar. Dejó el pájaro que, saltando por el suelo de la habitación, empezó a dar muestras de alegría, y se enfrascó en la lectura de las letras de Pilar, que desde una ciudad andaluza le pintaba con vivos colores sus andanzas por la tierra nativa. Bullía en la carta el espíritu inquieto de la antigua colegiala; aquel espíritu que en los días de convivencia escolar tantos ratos de regocijo les había proporcionado y por lo que la recordaba con tanta añoranza. Sus frases estaban salpicadas de ingeniosos dichos y al final de la carta la invitaba con insistencia a las próximas fiestas, que prometían ser divertidas en extremo. “Mis padres verían tu venida con sumo gusto; además, tú sabes que ellos no se meten en nuestras cosas”.

Su primer impulso fue el de un sí que la colmó de alegría. Más de una vez había acariciado en su intimidad el deseo de saborear en su prístina belleza aquel pintoresquismo provinciano, del que su amiga era el más vivo ejemplo. Y, sin embargo, había un no sé qué extraño en los últimos renglones de la carta que velaron su alegría; aquella frase: «Tú sabes que ellos no se meten en nuestras cosas», le traía algo que asociaba al recuerdo de los padres de su compañera; el estupendo fondo de Pilar lo había visto ella peligrar en más de una vacación, por la ligereza ambiente de unos padres que todo lo fiaban en las manos de los educadores. Entonces pensó que aquel deseo tal vez podía encerrar algún obstáculo a su vocación, e inclinó la vista para, releer la invitación de Pilar. En su abstracción le pareció oír vagamente la voz juguetona de su hermano, que correteaba por el jardín, y el picoteo del pájaro sobre el alféizar de la ventana. Buscó el escrito, y sus ojos se enredaron con estas palabras finales de la página: «El vuelo de la juventud…»

Se detuvo perpleja. La juventud era entonces como un pájaro que llevara dentro de sí, como un instinto vital, la imperativa necesidad de volar hacia horizontes ilimitados. Sí, era verdad; hacía tiempo que se lo venía a ella cantando la espiga de infinito que día a día le estaba germinando en el trigal de sus sueños; un sentimiento inexplicable que la urgía a no desentonar en el aleteo radiante de las obras creadas y a saborear las mieles de toda belleza en su más puro y sublime sentido.

Un grito y un como vagido bruscamente contenido la sacaron con dureza de sus pensamientos. Corrió a la ventana impulsada por un nefasto presentimiento y pudo contemplar sobre el verdeante césped del jardín, la figura del infeliz pajarillo, que en sus deseos desesperados de libertad había encontrado la muerte entre los pies juguetones de su hermano.

***

Cuando transcurrió un buen rato trató de hallar en la lectura un consuelo a su tristeza. Abrió el libro por la señal que indicaba el sobre azulado de Pilar y empezó a leer: “El vuelo de la juventud es como el primero del ave que con sus alas puede llevar a la vida o a la muerte”. El pájaro…, la vida…, la muerte…

Fue como un dardo de luz que disipó en un instante la noche oscura de su alma. Aquella frase le estaba repicando en el corazón con la firmeza de un proverbio salomónico; era el equilibrio vacilante que volvía por sus fueros en entredicho.

Desde el jardín irrumpió arrollador el mensaje inefable de la primavera y los ojos de María Paz, radiantes más que nunca por el gozo de la dicha, se perdieron en la infinita grandeza de lo azul; de aquel cielo azul al que se aferraban en un decidido propósito de jamás volver a desprenderse.

Su mano derecha dejó caer, indolente, la carta de Pilar…

¿Dónde has robado esa sotana?

Artículo de Manuel Lozano Garrido, Lolo 




Cualquiera podría pensar que la figura del sacerdote ha campado a sus anchas por la literatura cristiana. Y eso porque la misión espiritual que tiene, desde los primeros tiempos hasta ahora, asignada al mismo es lo de más crucial.

Lolo hace un repaso verdaderamente impresionante por el reflejo que tenía, hasta entonces, el sacerdote en la literatura cristiana e, incluso, en aquella que no lo trataba demasiado bien por ateísmo o cualquier otra idea o ideología. Y digamos que en lo tocante a la literatura española la cosa estaba, por decirlo suavemente, sólo regular…

El caso es que el Beato de Linares muestra en este artículo un conocimiento de lo que trata que es verdaderamente impresionante y que vale la pena llevarse al corazón.

 

 

Publicado en la revista Cruzada, en diciembre de 1957 y enero de 1958

 

Un personaje llamado Padre Z……..

LA NOVELA ESPAÑOLA

 

Al hablar de la presencia del sacerdote en la novela la curiosidad impone una referencia a la literatura española. La consecuencia lógica de nuestro catolicismo debería ser de un balance superlativo. Y sin embargo, la realidad es muy otra. Rotundamente puede afirmarse la ausencia en España de una novela centrada en el sacerdote, o abiertamente clerical. Intentamos una aclaración.

 

A Lutero y los reformistas habrá que imputar siempre la actitud defensiva que desde ellos hubo de tomar nuestro catolicismo. Ante el embate de la herejía, la fe, -y en ella la española, si adalid- se vio forzada a cerrar líneas, taponando todas las posibles infiltraciones que atentaron contra la naturaleza de sus principios, y el lado humano del sacerdote quedó así a salvo de atrevidas especulaciones. Su consecuencia en la literatura fue la de un abordaje secundario que le toma en referencia como unos miembros más de nuestra estructura social o, a lo sumo, como simple dispensador de las gracias sacramentales. Esto, bien es claro, en el campo de la ortodoxia. Los ejemplos se prodigan desde “El Lazarillo” o “El Quijote” hasta la Pardo Bazán, pasando por Pereda y Fernán Caballero. El Padre Coloma y Alarcón fijaron ya en él una atención más acusada, si bien lo fue para remachar el impulso de autodefensa cristiana, que profundizaron con las novelas de tesis en su doble canal apologético y moralizante.

 

Paradójicamente, han sido los escritores de enfrente –los “anti”- los que han tenido que fijar sus ojos en esta figura –y no ciertamente con intenciones saludables- para que, como resultado, el hombre de sotana quede entretejido en la brillante prosa castellana. Galdós, Miró, Valle Inclán y, preferentemente, Unamuno con su “San Miguel Bueno, mártir”, llevaron su fobia hasta cuajar toda una corriente de literatura anticlerical.

 

Hoy, con el materialismo, la duda y el ateísmo anidando entre líneas o descaradamente proselitistas, los autores confesionales han tenido que volver a posiciones contraofensivas, aunque por desgracia aun en éstas no se haya acusado, como debiera, o sea, con una orientación original, la firme personalidad española, limitándose a discurrir sobre éxitos ajenos. Así, “El canto del gallo”, abrumada por el “Poder y la Gloria”, “La Frontera de Dios”, con el peso en lo sacerdotal de “El diario de un cura rural”, y “La muerte le sienta bien a Villalobos”, de resabios galdosianos. Claro que, si bien se piensa, la presencia clerical en la novela es una exigencia secundaria. La urgencia está en la gran novela católica que necesitamos y que nuestros escritores, por su madurez técnica y por la densa formación cristiana, pueden y deben dar.

 

La novela acusó siempre la atracción de lo sacerdotal

 

En el fondo de cada criatura hay siempre un instinto primario de religiosidad. El paso del hombre está así salpicado de huellas que acusan esta poderosa relación humano-divina, y en lo que el sacerdote ocupa un lugar de privilegios. La novela, el género en más directa relación con la vida, había de reseñar, necesariamente, el peso cardinal de esa figura que dirige los impulsos y las aspiraciones del hombre para con el Ser Supremo.

 

Protestantes y Ortodoxos

 

Aun en campos donde el hombre consagrado no ha recibido los rotundos poderes con que le ha dotado el Catolicismo, su silueta rueda por la literatura con la naturalidad del puesto capital que ocupa en la vida. Así, por ejemplo, en el ámbito protestante, donde tan limitadas están las funciones ministeriales, el sacerdote frecuenta la novela con una persistencia abrumadora. Dickens y Tackeray, por no ser prolijos, tocaron con mimo la silueta de algún que otro ministro del Señor. Es curioso incluso, que en el siglo pasado el anglicano Trollope diera paso a una interpretación personal que cristalizó en lo que se ha llamado la “literatura clerical” inglesa. Aún hoy, títulos como “Las llaves del Reino”, “El ángel luchador” y, “Dios ha hablado a los hombres” perpetúan esta tónica protestante.

 

Casi análogamente cabría decir de los “ortodoxos” y de un modo especial de los clásicos rusos Tolstoi, Dostoyevski, Gogol, Chejov, tan inclinados de suyo a la mística. Sin ir más lejos la trama actual griega “El que debe morir” de  Kazantzakis, proyecta hoy sobre el cine la trascendencia y el palpitante interés de su argumento.

 

Literatura Católica

 

Las letras católicas han afrontado el tema sacerdotal bajo una doble línea que también se concreta en el tiempo por el ayer y el presente. La circunstancia de elección del representante de Dios, lo que pudiéramos llamar corriente ministerial, y ese impulso contemporáneo de afrontar al ungido en lo que él puede haber de conflicto humano-divino.

 

Lógicamente, desde que el sacerdote empieza a ser objeto de creación, su figura se inicia bajo una corriente histórica, tipo “Fabiola” y “Quo-Vadis”, como si ante todo urgiera dejar constancia de la primitiva expansión. Más tarde, asentada la férrea estructura de la Iglesia, la novela participa del magisterio del carácter militante de que ella se reviste para evitar la herejía. Es así cuando surge lo que pudiéramos llamar tendencia docente y apologética, simbolizada en títulos como “Una víctima del secreto de confesión” y “Pequeñeces”.

 

Hoy

 

Para nadie es un secreto el señuelo que las ideas católicas ejercieron siempre sobre los intelectuales protestantes. La atracción tuvo su vértice en aquel movimiento que encabezara Newman y que, secundado en Oxford, nutre desde entonces las filas de los adictos a Roma. Nuestra novelística se ha acrecido de esta corriente de conversiones y nombres como Chesterton, Greene, Bernanos, Marshall y Mauriac se bastan para dar trascendencia al retorno poderoso. Ellos, a su vez, traen a las letras esa preocupación por el pecado o angustia existencial que abruma y paraliza mortalmente al Protestantismo. La doble confluencia que el sacerdote centra, de un lado su condición de depositario de los poderes divinos, de otro la fragilidad de su contextura humana, las acompaña y, ya cristianizada, repercute sobre la inmediata tarea creadora. Es así que por obra suya nace una nueva literatura, la de conflicto, en la que el sello eterno de lo sacerdotal se agiganta por el antagonismo de la debilidad en que se asienta.

 

Literatura de conflicto

 

El francés Bernanos es quien afronta de un modo más decidido la nueva problemática e, incluso, en su “Diario de un cura rural” llega a rebasar los límites del equilibrio. Su cura de aldea, aun en medio de su tesoro de pensamientos rotundos y fulgurantes, queda desbordado por el influjo de una naturaleza enfermiza que coarta el desarrollo de su misión espiritual. En “La impostura” y “La alegría”, el confesor de Chantal y el P. Chevance cifran las dos posibles especulaciones del denario que, como en todo hombre, Dios ha puesto en la naturaleza de la criatura elegida: la santidad y la apostasía.

 

El inglés Grahan Greene vuelve en “El Poder y la Gloria” sobre el posible choque de la libertad humana con el carácter indestructible del ministerio. Su personaje es un clérigo que un día siente la natural tentación de la huída ante la amenaza de muerte. En desbandada, ya a salvo, el reclamo de los servicios de que es depositario le basta para la rectificación, aun a sabiendas de que es una celada la que se le tiende.

 

Con variantes propias, una línea similar siguen Mauriac y Grien, y la alemana Von Le Fort.

 

Otras orientaciones

 

Del lado francés nos viene también una nueva modalidad, el estilo militante, que ya tiene en su haber frutos muy señalados. Irrumpe con Gilbert Cesbrón, que en “Los santos van al infierno” compagina la corriente realista inspirante con el sentido misionero de la actual Iglesia de Francia. El Abate Pierre es un sacerdote “en punta”, un guerrillero que lleva hasta los barrios obreros la perennidad redentora del cristianismo. Estos días, precisamente, Cesbrón ha trasladado sus ansias evangelizadoras hasta ese otro mundo viscoso y pervertido de la “rue Pigalle”. Lo sacerdotal es tan esencial en la obra de Cesbrón que “Perros perdidos sin collar” se resquebraja por su ausencia. El carácter que imprime el sacerdocio y su imposible sustitución tienen también su imagen en la novela de William E. Barret, “La mano izquierda de Dios”, donde un hombre perseguido se ve forzado a suplantar la función del sacerdote. Paralelamente la vieja corriente histórica o ministerial tiene una supervivencia en la que se va infiltrando esa otra inclinación humana de Bernanos y Greene. Citemos “El Cardenal” de Norton, con un padre Stephen, que aureola sus pasos batalladores con el auxilio que la consagración supone. Una modalidad contemporánea de la crónica es “Los traperos de Emaús”.

 

En una línea más literalmente tradicional se mantiene la ejecutoria del anciano Pierre L’Ermite, que da a sus obras una tendencia claramente moralizante.

 

El humor y la poesía

 

Es curioso que incluso en esferas de tan aparente trivialidad como lo humorístico, el personaje campee también entre los representativos. Chesterton ha utilizado a su candoroso y brillante padre Brown, para una de las más espectaculares parodias del género policíaco. Y el italiano Guareschi ha dado a su “Don Camilo” aldeano simpatía y personalidad de las más envidiables.

 

En la misma línea de humor, y dando ya preferencia a una ternura muy poemática, Bruce Marshall gusta de recrearse en sus deliciosos coadjutores. El Abate Gastón de “A cada uno un denario” airea una caudalosa exaltación de las virtudes humildes, aunque para acentuarlas haya tenido que reflejarse tendenciosamente las otras siluetas clericales. “Cirios amarillos por París”, “El mundo, la carne y el padre Smith” y El milagro del padre Malaquías” abundan en esta caricia evangélica y dejan al paso una conciencia clara de la perennidad de la Iglesia.

 

Y España ¿se ha sustraído a esta tónica universal? La respuesta merece una consideración más amplia que haremos en el próximo número.

El mejor y más apasionante de los Belenes


Artículo de Manuel Lozano Garrido, Lolo



En realidad, no sabemos si Lolo se refiere a sí mismo en los acontecimientos que, apoyándose en Belén, nos trae en este artículo. Sin embargo, es seguro que se refiere a una persona que se encuentra postrada en la cama por enfermedad que, perfectamente, podía ser él mismo.

El repaso que hace a ciertos momentos del nacimiento del Hijo de Dios en Belén los trae al hoy, al entonces de 1965, y va refiriéndose a la enfermedad que padece quien esto escribe (o referida a otra persona) Y así une, en un mismo momento, aquello que sucedió en la primera Navidad de la historia y el hoy mismo.

Hay algo, sin embargo, que sí apunta a Lolo: todo lo que pasa es doloroso pero “no triste”. Y es que palabras como “alegría” y “esperanza” conforman el devenir de quien, pese a su enfermedad, sabe muy bien qué es lo que vale la pena.

 

 

Publicado en la revista Enfermos misioneros, en diciembre de 1965.

 

¿Cuántas figuras de barro salen hoy de los desvanes para ser desempolvadas y bruñidas por el cepillo de la ilusión? El niño, las chicas, los padres y todo ese dorado enjambre que bulle en el seno de la familia, se centran estos días alrededor de un tablero para resucitar lentamente el suceso que más ha conmovido a la procesión de las generaciones. Pasarán los Reyes y un buen día los personajes modelados volverán, no sin nostalgia, a ese largo reposo del tonelito que sirvió para las uvas de fin de año.

Pero Belén va más allá de los simples recuerdos para enseñorearse de los tiempos, la geografía y la caducidad de las vidas. Belén es milagro vivo de cada minuto, palpitación real, mensaje de estreno continuo, fuerza que vive siempre fresca sobre la peripecia de los mundos. El hecho del Cristo Niño agiganta a la aldea o nos apiña a los hombres para meternos a todos con holgura en su clima de amor.

Por su generosidad, su poder y su grandeza, Cristo nace realmente en cada hombre de nuestro tiempo que no pueda vestir su corazón de zamarra y vivir sus horas de humildades ante los pies ateridos del Niño.

Sobre las realidades físicas, la Nochebuena de 1965 reserva también en el Portal una parcela para las criaturas que ya nunca pisarán humanamente los caminos de arcilla.

Aquí tienes hoy, Niño bendito, a un leve puñado del gran corro pastores del dolor del siglo XX, que se dan la mano en torno tuyo para que mires gratamente su espíritu de colaboración y lo hagas también redentor.

EL CAMINO

“Subió también José para inscribirse en el censo juntamente con María…” (Lc. 2, 4-6)

La consulta era a las cinco, pero el coche vino a las tres y cuarto porque, por la inflamación, ya no puedo hacer la flexión de la rodilla, y se me hace difícil montar y el viaje. Por añadidura, también la antesala, esa galería de criaturas dolorosas que me obligan a pensar en el futuro. Cuando entré en el reconocimiento, la espera me había convertido las articulaciones en un alfiletero, me pesaron (¡ay!), me dieron una sesión de onda, me pincharon en la espalda, y me dijo el médico que había llegado en buena hora (?), pero que antes tenía que ir al especialista de nutrición, al internista, al cardiólogo, etc. Luego vendría el tratamiento. Sabía lo de mis dolores, pero que no tomara aspirina.

Volví más cansado que nunca y, con la veda de los calmantes, oí campanear todos los relojes de la noche.

Todo esto es muy doloroso, pero de ninguna manera triste. Tiro una raya al final de un futuro en blanco y debajo pongo las palabras “alegría” y “esperanza”. Lo digo de cara a ese misterio de José y Maria camino de Belén, yo también empadronado en los casilleros de las clínicas y especialistas. Tú, Señor, un día, acabarás en Cruz, ya lo sé, y porque tengo conciencia de ese destino gemelo de nuestras vidas, te doblo las rodillas del corazón y subo hasta la banderola de mi alma los limpios colores de esa alegría tuya que no deja resquicio más que para los sentimientos de paz, de fe y de hermosa esperanza.

LA CUEVA

“No había para ellos lugar en el mesón…” (Lc. 2, 7)

El viaje me resultó casi interminable por la lentitud y la necesidad de caminar despacio por los dolores; como lo pensaba, no me han operado. Dos meses en el sanatorio; y el doctor… siempre que el sábado, que lo dejamos para el martes, que la otra semana. Cuando lo decía, se extrañaba de ver siempre mi gesto de incredulidad. Desde hace cuatro meses que sentí prolongarse la ronquera y se me enredaron las piernas al levantarme, he leído y sé tanto de la enfermedad como él y sus ayudantes juntos. La sombra de esa palabra llana que termina en r y se acentúa, el mal del siglo, la tengo grabada en la realidad de mi vida y en el conocimiento. Una semana o quince días; puede que un mes, y los ojos que me miran detrás del azul del cielo y los empezaré a ver en toda la profundidad de su ternura, ya sin telones. Para mí, no hay lugar en las camas de los sanatorios ni en la mesita de los quirófanos, pero Tú, mi Niño, tienes una gloria ancha, con una almohada de felicidad en la que siempre se reclina la cabeza con dulzura. Por si no escribo más, quiero llenar con firmeza unas líneas de mi diario. Pongo así: “Hoy se hace más necesario que nunca situarse ante la Cruz, crucificarse y estarse en ella con los ojos puestos en el Cielo. De otro modo no alcanzaremos esa paz pequeña y serena que deseamos”

EL PESEBRE

“Le envolvió en pañales y le recostó en un pesebre…” (Lc. 2, 7)

Desde hace dos meses, ya no me levanto. Y ahora, con el frío, el médico me ha dicho que tenga cuidado con las pulmonías. Y así es: en una quincena, tres. Ahora, no hablo, porque necesito la mascarilla de oxígeno por la fatiga. Variarme de postura o cambiar las sábanas me traen el recuerdo de un niño, allí en el moisés con la madre empolvándole y cambiándole los pañales.

El correo me ha traído unas tarjetas de Navidad y, por la calle, se oye la alegría de los niños que van comentando los escaparates de Reyes. El frío, mi torpe invalidez de casi recién nacido y este aire que se enrarece por la nariz y la garganta, ¿no tiran a la vez de las mismas circunstancias y esas realidades que confluyen en Belén? Estoy confinado en una habitación de paredes verde claro, muy lejos de la tertulia y las multitudes, pero, por Jesús, mis ojos remontan el misterio de la soledad para asociarme a la evidencia redentora de Cristo que, para salvarnos, se solidariza con los hombres por amor.

LA ESTRELLA

“En viendo la estrella, ellos se alegraron con gozo…” (Mt.2, 10)

Como siempre, cenamos temprano, antes incluso de la caída del crepúsculo. Luego, desde la cama, oí el leve alboroto que la Nochebuena ponía extraordinariamente en los pasillos. Después, los que podían, fueron a seguir la Misa del Papa, que la daban por televisión. Yo me quedé a solas en mi cuarto, como el año pasado y el otro; como hace ya casi veinte Navidades de sanatorio. No brillaba otra luz que la lejana de la galería. En la mesita de noche vi las doce menos diez en la esfera luminosa del despertador y sentándome en la cama (como siempre duermo, por el corazón, con la ventana abierta para purificar el aire), tomé al niño Jesús que tengo sobre la mesilla y lo puse entre mis brazos, muy apegadito a ese corazón donde se arremolinaban los viejos recuerdos y las entrañables figuras del hogar. La fiebre de mi cuerpo y de mi alma le contagió también a Él la tibieza (¿o fuiste Tú el que verdaderamente me inundaste de ternura por dentro?). El pulso, rápido, marcaba la cadencia de un villancico y, con los labios sellados, empecé a entonar una nana de dolores santos que tenía en acompañamiento de síes del corazón. ¡Qué bueno eres Jesús, y que impresionante es esta delicadeza tuya de nacer también en los sanatorios!

Por la ventana se veían las estrellas como botones de rosas blancas. En una, más grande, titilaba algo como un morse sobrenatural. Alargué un dedo y me hice la ilusión de que la tocaba. Después, lo besé y, dulcemente, lo fui pasando por la frente del Niño para hacer una Cruz, a la que fui acomodando pacientemente los trazos enérgicos de la mía.