viernes, 6 de enero de 2023

¿Dónde has robado esa sotana?

Artículo de Manuel Lozano Garrido, Lolo 




Cualquiera podría pensar que la figura del sacerdote ha campado a sus anchas por la literatura cristiana. Y eso porque la misión espiritual que tiene, desde los primeros tiempos hasta ahora, asignada al mismo es lo de más crucial.

Lolo hace un repaso verdaderamente impresionante por el reflejo que tenía, hasta entonces, el sacerdote en la literatura cristiana e, incluso, en aquella que no lo trataba demasiado bien por ateísmo o cualquier otra idea o ideología. Y digamos que en lo tocante a la literatura española la cosa estaba, por decirlo suavemente, sólo regular…

El caso es que el Beato de Linares muestra en este artículo un conocimiento de lo que trata que es verdaderamente impresionante y que vale la pena llevarse al corazón.

 

 

Publicado en la revista Cruzada, en diciembre de 1957 y enero de 1958

 

Un personaje llamado Padre Z……..

LA NOVELA ESPAÑOLA

 

Al hablar de la presencia del sacerdote en la novela la curiosidad impone una referencia a la literatura española. La consecuencia lógica de nuestro catolicismo debería ser de un balance superlativo. Y sin embargo, la realidad es muy otra. Rotundamente puede afirmarse la ausencia en España de una novela centrada en el sacerdote, o abiertamente clerical. Intentamos una aclaración.

 

A Lutero y los reformistas habrá que imputar siempre la actitud defensiva que desde ellos hubo de tomar nuestro catolicismo. Ante el embate de la herejía, la fe, -y en ella la española, si adalid- se vio forzada a cerrar líneas, taponando todas las posibles infiltraciones que atentaron contra la naturaleza de sus principios, y el lado humano del sacerdote quedó así a salvo de atrevidas especulaciones. Su consecuencia en la literatura fue la de un abordaje secundario que le toma en referencia como unos miembros más de nuestra estructura social o, a lo sumo, como simple dispensador de las gracias sacramentales. Esto, bien es claro, en el campo de la ortodoxia. Los ejemplos se prodigan desde “El Lazarillo” o “El Quijote” hasta la Pardo Bazán, pasando por Pereda y Fernán Caballero. El Padre Coloma y Alarcón fijaron ya en él una atención más acusada, si bien lo fue para remachar el impulso de autodefensa cristiana, que profundizaron con las novelas de tesis en su doble canal apologético y moralizante.

 

Paradójicamente, han sido los escritores de enfrente –los “anti”- los que han tenido que fijar sus ojos en esta figura –y no ciertamente con intenciones saludables- para que, como resultado, el hombre de sotana quede entretejido en la brillante prosa castellana. Galdós, Miró, Valle Inclán y, preferentemente, Unamuno con su “San Miguel Bueno, mártir”, llevaron su fobia hasta cuajar toda una corriente de literatura anticlerical.

 

Hoy, con el materialismo, la duda y el ateísmo anidando entre líneas o descaradamente proselitistas, los autores confesionales han tenido que volver a posiciones contraofensivas, aunque por desgracia aun en éstas no se haya acusado, como debiera, o sea, con una orientación original, la firme personalidad española, limitándose a discurrir sobre éxitos ajenos. Así, “El canto del gallo”, abrumada por el “Poder y la Gloria”, “La Frontera de Dios”, con el peso en lo sacerdotal de “El diario de un cura rural”, y “La muerte le sienta bien a Villalobos”, de resabios galdosianos. Claro que, si bien se piensa, la presencia clerical en la novela es una exigencia secundaria. La urgencia está en la gran novela católica que necesitamos y que nuestros escritores, por su madurez técnica y por la densa formación cristiana, pueden y deben dar.

 

La novela acusó siempre la atracción de lo sacerdotal

 

En el fondo de cada criatura hay siempre un instinto primario de religiosidad. El paso del hombre está así salpicado de huellas que acusan esta poderosa relación humano-divina, y en lo que el sacerdote ocupa un lugar de privilegios. La novela, el género en más directa relación con la vida, había de reseñar, necesariamente, el peso cardinal de esa figura que dirige los impulsos y las aspiraciones del hombre para con el Ser Supremo.

 

Protestantes y Ortodoxos

 

Aun en campos donde el hombre consagrado no ha recibido los rotundos poderes con que le ha dotado el Catolicismo, su silueta rueda por la literatura con la naturalidad del puesto capital que ocupa en la vida. Así, por ejemplo, en el ámbito protestante, donde tan limitadas están las funciones ministeriales, el sacerdote frecuenta la novela con una persistencia abrumadora. Dickens y Tackeray, por no ser prolijos, tocaron con mimo la silueta de algún que otro ministro del Señor. Es curioso incluso, que en el siglo pasado el anglicano Trollope diera paso a una interpretación personal que cristalizó en lo que se ha llamado la “literatura clerical” inglesa. Aún hoy, títulos como “Las llaves del Reino”, “El ángel luchador” y, “Dios ha hablado a los hombres” perpetúan esta tónica protestante.

 

Casi análogamente cabría decir de los “ortodoxos” y de un modo especial de los clásicos rusos Tolstoi, Dostoyevski, Gogol, Chejov, tan inclinados de suyo a la mística. Sin ir más lejos la trama actual griega “El que debe morir” de  Kazantzakis, proyecta hoy sobre el cine la trascendencia y el palpitante interés de su argumento.

 

Literatura Católica

 

Las letras católicas han afrontado el tema sacerdotal bajo una doble línea que también se concreta en el tiempo por el ayer y el presente. La circunstancia de elección del representante de Dios, lo que pudiéramos llamar corriente ministerial, y ese impulso contemporáneo de afrontar al ungido en lo que él puede haber de conflicto humano-divino.

 

Lógicamente, desde que el sacerdote empieza a ser objeto de creación, su figura se inicia bajo una corriente histórica, tipo “Fabiola” y “Quo-Vadis”, como si ante todo urgiera dejar constancia de la primitiva expansión. Más tarde, asentada la férrea estructura de la Iglesia, la novela participa del magisterio del carácter militante de que ella se reviste para evitar la herejía. Es así cuando surge lo que pudiéramos llamar tendencia docente y apologética, simbolizada en títulos como “Una víctima del secreto de confesión” y “Pequeñeces”.

 

Hoy

 

Para nadie es un secreto el señuelo que las ideas católicas ejercieron siempre sobre los intelectuales protestantes. La atracción tuvo su vértice en aquel movimiento que encabezara Newman y que, secundado en Oxford, nutre desde entonces las filas de los adictos a Roma. Nuestra novelística se ha acrecido de esta corriente de conversiones y nombres como Chesterton, Greene, Bernanos, Marshall y Mauriac se bastan para dar trascendencia al retorno poderoso. Ellos, a su vez, traen a las letras esa preocupación por el pecado o angustia existencial que abruma y paraliza mortalmente al Protestantismo. La doble confluencia que el sacerdote centra, de un lado su condición de depositario de los poderes divinos, de otro la fragilidad de su contextura humana, las acompaña y, ya cristianizada, repercute sobre la inmediata tarea creadora. Es así que por obra suya nace una nueva literatura, la de conflicto, en la que el sello eterno de lo sacerdotal se agiganta por el antagonismo de la debilidad en que se asienta.

 

Literatura de conflicto

 

El francés Bernanos es quien afronta de un modo más decidido la nueva problemática e, incluso, en su “Diario de un cura rural” llega a rebasar los límites del equilibrio. Su cura de aldea, aun en medio de su tesoro de pensamientos rotundos y fulgurantes, queda desbordado por el influjo de una naturaleza enfermiza que coarta el desarrollo de su misión espiritual. En “La impostura” y “La alegría”, el confesor de Chantal y el P. Chevance cifran las dos posibles especulaciones del denario que, como en todo hombre, Dios ha puesto en la naturaleza de la criatura elegida: la santidad y la apostasía.

 

El inglés Grahan Greene vuelve en “El Poder y la Gloria” sobre el posible choque de la libertad humana con el carácter indestructible del ministerio. Su personaje es un clérigo que un día siente la natural tentación de la huída ante la amenaza de muerte. En desbandada, ya a salvo, el reclamo de los servicios de que es depositario le basta para la rectificación, aun a sabiendas de que es una celada la que se le tiende.

 

Con variantes propias, una línea similar siguen Mauriac y Grien, y la alemana Von Le Fort.

 

Otras orientaciones

 

Del lado francés nos viene también una nueva modalidad, el estilo militante, que ya tiene en su haber frutos muy señalados. Irrumpe con Gilbert Cesbrón, que en “Los santos van al infierno” compagina la corriente realista inspirante con el sentido misionero de la actual Iglesia de Francia. El Abate Pierre es un sacerdote “en punta”, un guerrillero que lleva hasta los barrios obreros la perennidad redentora del cristianismo. Estos días, precisamente, Cesbrón ha trasladado sus ansias evangelizadoras hasta ese otro mundo viscoso y pervertido de la “rue Pigalle”. Lo sacerdotal es tan esencial en la obra de Cesbrón que “Perros perdidos sin collar” se resquebraja por su ausencia. El carácter que imprime el sacerdocio y su imposible sustitución tienen también su imagen en la novela de William E. Barret, “La mano izquierda de Dios”, donde un hombre perseguido se ve forzado a suplantar la función del sacerdote. Paralelamente la vieja corriente histórica o ministerial tiene una supervivencia en la que se va infiltrando esa otra inclinación humana de Bernanos y Greene. Citemos “El Cardenal” de Norton, con un padre Stephen, que aureola sus pasos batalladores con el auxilio que la consagración supone. Una modalidad contemporánea de la crónica es “Los traperos de Emaús”.

 

En una línea más literalmente tradicional se mantiene la ejecutoria del anciano Pierre L’Ermite, que da a sus obras una tendencia claramente moralizante.

 

El humor y la poesía

 

Es curioso que incluso en esferas de tan aparente trivialidad como lo humorístico, el personaje campee también entre los representativos. Chesterton ha utilizado a su candoroso y brillante padre Brown, para una de las más espectaculares parodias del género policíaco. Y el italiano Guareschi ha dado a su “Don Camilo” aldeano simpatía y personalidad de las más envidiables.

 

En la misma línea de humor, y dando ya preferencia a una ternura muy poemática, Bruce Marshall gusta de recrearse en sus deliciosos coadjutores. El Abate Gastón de “A cada uno un denario” airea una caudalosa exaltación de las virtudes humildes, aunque para acentuarlas haya tenido que reflejarse tendenciosamente las otras siluetas clericales. “Cirios amarillos por París”, “El mundo, la carne y el padre Smith” y El milagro del padre Malaquías” abundan en esta caricia evangélica y dejan al paso una conciencia clara de la perennidad de la Iglesia.

 

Y España ¿se ha sustraído a esta tónica universal? La respuesta merece una consideración más amplia que haremos en el próximo número.

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